La IA: una ilusión de lo que nunca podrá ser


En este mundo donde los algoritmos parecen decidir qué música me gusta escuchar, qué noticias me interesan, qué producto necesito y qué meme tengo que viralizar para reírme con amigos, no puedo evitar sentir una mezcla de fascinación y angustia. 

Esa misma sensación que, en realidad, me acompaña desde que aprendí a caminar y a comprender que la vida no es sólo blanco y negro, sino un lienzo de infinitos y variados matices que sólo los corazones humanos pueden experimentar y entender plenamente. Porque, querido lector, en medio de esta trama virtual y neurótica, la promesa de que la inteligencia artificial reemplazará nuestra creatividad y, más aún, nuestra humanidad, sigue siendo una ilusión grandiosa, una historia que nos contamos para no afrontar la verdad más incómoda: que la chispa que nos hace únicos no se puede copiar, por mucho que las máquinas quieran disfrazarse de artistas o -mejor dicho- creadores.


Los gurús tecnológicos, con esa sonrisa soberbia que insinúa que ya estamos en el umbral de una nueva era, nos aseguran que pronto las máquinas podrán componer sinfonías, pintar obras maestras y escribir libros tan profundos que nos hagan cuestionar si en realidad somos necesarios. Pero, en el fondo, esa promesa suena a un consuelo ridículo, como un incipiente poeta apesadumbrado que intenta convencer a su corazón de que lo que siente no es desconsuelo por un amor perdido, sino un error de cálculo.


La verdad -desoladora y encantadora a la vez- es que la creatividad no es una mera función de copy-paste, sino una vivencia visceral desfachatada que se siente en el cuerpo (y en el alma, para los que creen en ella), que nos desgarra cuando menos lo esperamos y nos hace llorar o reír sin motivo aparente. La IA sólo puede imitar, copiar, recopilar, recombinar lo ya creado por mi, por vos, por todos nosotros. No puede sentir. No puede replicar la satisfacción de sobreponerse a la ansiedad durante un proceso creativo, ni temblar contemplando el atardecer o -en medio de una noche de insomnio- crear algo que desconcierta, que emociona, que duele, que ilusiona, que cura. La máquina no crea, sólo rejunta el remolino de emociones que surge como resultado del caos humano.


Y ahí -en ese rincón de nuestra esencia, en nuestro lado más vulnerable- habita esa belleza natural imperfecta que llamamos creatividad. La IA, es magnífica, y -al mismo tiempo- sólo puede ser un espejo, una sombra de todo lo que somos capaces de sentir y crear. Intentar que la IA reemplace aquello que verdaderamente nos define es una ilusión que sólo nos deja vacíos y confundidos.


Quizás, el temor no es que la inteligencia artificial nos reemplace, sino que nos obligue a recordar que en nuestro interior hay una llamarada que ninguna máquina podrá extinguir. Que la pasión y el goce por el hecho de crear no nace de un algoritmo, sino de ese acto de amor propio que desafía la lógica más legítima. Esa locura que nos impulsa a seguir creando aún cuando el mundo parece desmoronarse o cuando la tecnología nos grita desesperadamente que estamos obsoletos. 


La creatividad es, mi querido lector, la cualidad humana por excelencia que nos trajo hasta aquí como especie. La manifestación humana que mezcla el triunfo del SER y el HACER.  La creatividad es una expresión de la singularidad, de la sana ambición de una persona a manifestar su potencial, de hacer oír sus ideas en la propia voz, de tener sus convicciones y llevar a cabo la particularidad de su trabajo.


Entonces, en esta danza entre la inmediatez y el tiempo reflexivo de nuestra esencia, evoco una cosa: por más que quieran disfrazarse de creadores, las máquinas no podrán llorar de felicidad, ni temblar de miedo, ni sentir esa rabia y esa ternura que sólo un corazón humano puede experimentar y materializar en el resultado de su producto, de su fruto, de su obra. 


Te invito a sacarte de la mente la idea de reinventarte. La verdadera revolución es en seguir siendo humanos, abrazando nuestra imperfección, nuestra anarquía y -desde ya- nuestra magia.


Me niego rotundamente a esperar que la próxima transcripción de IA nos susurre al oído que mantengamos la confianza en la originalidad de sentir.


Por mi parte, voy a seguir sirviéndome de los beneficios de la rapidez de la IA para lo impasible y automatizado y -así- poder focalizarme en lo verdaderamente importante: promover, entrenar y potenciar mi mente creativa, esa que aún me salva y me sostiene, con mis desaciertos, mis heridas, mi confusión y mi singular belleza humana.

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